viernes, 5 de febrero de 2010

Breve historia de un lugar

(fragmento, Revista K. 8, p.34)
Por Marco Perilli

— ¡Ve al infierno!
— Sí, pero ¿adónde? y ¿cómo llego? y…
Cuántas veces omitimos la pregunta tan implícita en la simpatía de una amenaza, de una idea, de un compromiso ineludible con nuestra finitud. Sin embargo, es una cautela que no miente, sólo guarda respeto al genio íntimo de la libertad.
Y…
Si una cosa, por ser cosa, ocupa espacio, el infierno, sea lo que fuera, es un lugar: del mundo, de la mente, del tiempo. Isidoro de Sevilla, hacia 630, en el libro xiv de las Etimologías, al tratar la tierra y sus partes, concluye enumerando los lugares subterráneos: cuevas, báratros, abismos; y Erebus, Cocytus, Tartarus, la Gehenna. Y del Inferus nota: “Se llama así porque está infra (abajo). Y así como en los cuerpos se observa el orden de su peso y los más pesados ocupan los lugares inferiores, así también en el orden del los espíritus los lugares inferiores son los más tristes. Y por eso el origen de este nombre en lengua griega significa que no tiene nada suave y como que rechina. Como el corazón del animal está en medio del cuerpo, así también el infierno está en medio de la tierra […]”.
Muchos siglos después, en la Encyclopedie de Diderot y D’Alembert, leemos: “infierno, s. m. (Teología) lugar de tormentos donde los pecadores sufrirán después de esta vida la punición debida a sus crímenes. En este sentido la palabra infierno está yuxtapuesta a la de cielo o paraíso. Los paganos han atribuido al infierno el nombre de Tartarus o Tartara, hades, infernus, inferna, inferi orcus, etc. Las principales cuestiones que se pueden formular sobre el infierno se reducen a estos tres puntos: su existencia, su localización y la eternidad de las penas que padecen los réprobos […]”.
La Enciclopedia Católica, de 1951, registra: “Es, según la doctrina católica, el lugar en el que son castigados eternamente los ángeles rebeldes y los hombres muertos en pecado mortal […]”.
Todos de acuerdo: el infierno es un lugar. Incluso Agustín, quien afirma que nadie conoce su sitio, corrobora la opinión. Desde siempre –siempre: esta fantasía de eternidad– al infierno hay que ir viajando, y superando pruebas, celebrando ritos, sufragando el tributo de una iniciación. Orfeo, Heracles, Teseo, y luego Eneas, Pablo, y cuántos monjes, caballeros, y Dante… fueron, regresaron, recordaron. Experiencia límite del yo, el infierno se frecuenta como perspectiva capaz de atravesar la vocación del ser, midiendo fracasos y talento. Lo veremos: palabra clave es confín, último poste del sentido, donde el instinto se orilla y vislumbra sus espectros. Y ahí, bamboleándose, echa vistazos más allá. El infierno es esta geografía.
El primer viaje al más allá lo relata Homero. En el libro xi de la Odisea, “el barco llegaba al confín del Océano profundo”. Ulises sacrifica unas reses para que “los muertos, cabezas sin brío”, aparezcan. “Del Érebo entonces / se reunieron surgiendo las almas privadas de vida”, sedientas de sangre. La Nekya homérica es una aparición, el héroe llega al confín, cumple el rito y los difuntos van a él. No baja el vivo, suben los muertos, el infierno es el espacio del diálogo entre generaciones. “No pretendas, Ulises preclaro –le dice Aquiles– buscarme consuelos / de la muerte, que yo más querría ser siervo en el campo / de cualquier labrador sin caudal y de corta despensa / que reinar sobre todos los muertos que allá fenecieron”. Es ésta una concepción de la muerte, y de la vida, más heroica que mítica, más pragmática que religiosa. Nos recuerda Curtius, en su gran estudio sobre Literatura europea y Edad Media latina, que los poemas homéricos fueron obras de emigrantes jónicos que habían dejado atrás los huesos de sus antepasados, y que sustituyeron a los cultos de una sociedad sedentaria un ímpetu de afirmación personal y de racionalismo. El infierno es sugestión de este ideal, los héroes se llevan su prestigio al más allá, siguen actuando en los roles de gloria mundana. No hay juicio, ni premio ni castigo. Sólo en la última parte del libro, considerada una interpolación posterior, aparece la idea de tormento y la cuestión de la especie de los muertos: ¿qué es lo que percibe Ulises? “Vi a Heracles el fuerte, mas sólo en su sombra, / ya que él de los dioses al lado se goza en festines”. Él se encuentra con los dioses, en tanto que su simulacro aparece en el Hades. Está inscrita aquí, por primera vez, una escisión entre cuerpo y alma, materia y forma, realidad y figura: ciencia órfica y pitagórica que apunta hacia Platón, al hombre encadenado en la caverna y al infierno penal y correctivo. Servio, hacia el año 400, en su comentario a la Eneida, al glosar sub terras ibit imago (la imagen irá bajo las tierras) anota: “Bien dijo imagen: mucho se han preguntado los filósofos qué es lo que llega al mundo subterráneo. Efectivamente, constamos de tres elementos: el alma, que es superior y busca su origen; el cuerpo, que se consuma en la tierra; la sombra […]. Ahora, si la sombra es creada por el cuerpo, sin duda muere con él, ni existe algún resto del hombre que llegue al mundo subterráneo. Sin embargo concibieron que existe algún simulacro, hecho a imagen de nuestro cuerpo, que llega allá: y es una apariencia corpórea, que no puede tocarse, como el viento”. Si el más allá ha definido rasgos propios –es un lugar subterráneo, los extintos conservan su índole y personalidad, es posible abrir una brecha entre la vida y la muerte y dialogar con ellos– surge el problema de la naturaleza de sus habitantes: ¿almas, cuerpos, o sombras? Cuestión metafísica, resolución moral.

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