lunes, 22 de marzo de 2010

Muy pronto en librerías...

Revista K (no. 9) Literatura . Arte . Pensamiento
Número dedicado a Enrique Vila-Matas
... para los días en que nada sucede

lunes, 22 de febrero de 2010

Otros libros

Librería Hypatia
Citlaltépetl 25, entre Amsterdan y Campeche
Colonia Hipódromo Condesa

viernes, 5 de febrero de 2010

Breve historia de un lugar

(fragmento, Revista K. 8, p.34)
Por Marco Perilli

— ¡Ve al infierno!
— Sí, pero ¿adónde? y ¿cómo llego? y…
Cuántas veces omitimos la pregunta tan implícita en la simpatía de una amenaza, de una idea, de un compromiso ineludible con nuestra finitud. Sin embargo, es una cautela que no miente, sólo guarda respeto al genio íntimo de la libertad.
Y…
Si una cosa, por ser cosa, ocupa espacio, el infierno, sea lo que fuera, es un lugar: del mundo, de la mente, del tiempo. Isidoro de Sevilla, hacia 630, en el libro xiv de las Etimologías, al tratar la tierra y sus partes, concluye enumerando los lugares subterráneos: cuevas, báratros, abismos; y Erebus, Cocytus, Tartarus, la Gehenna. Y del Inferus nota: “Se llama así porque está infra (abajo). Y así como en los cuerpos se observa el orden de su peso y los más pesados ocupan los lugares inferiores, así también en el orden del los espíritus los lugares inferiores son los más tristes. Y por eso el origen de este nombre en lengua griega significa que no tiene nada suave y como que rechina. Como el corazón del animal está en medio del cuerpo, así también el infierno está en medio de la tierra […]”.
Muchos siglos después, en la Encyclopedie de Diderot y D’Alembert, leemos: “infierno, s. m. (Teología) lugar de tormentos donde los pecadores sufrirán después de esta vida la punición debida a sus crímenes. En este sentido la palabra infierno está yuxtapuesta a la de cielo o paraíso. Los paganos han atribuido al infierno el nombre de Tartarus o Tartara, hades, infernus, inferna, inferi orcus, etc. Las principales cuestiones que se pueden formular sobre el infierno se reducen a estos tres puntos: su existencia, su localización y la eternidad de las penas que padecen los réprobos […]”.
La Enciclopedia Católica, de 1951, registra: “Es, según la doctrina católica, el lugar en el que son castigados eternamente los ángeles rebeldes y los hombres muertos en pecado mortal […]”.
Todos de acuerdo: el infierno es un lugar. Incluso Agustín, quien afirma que nadie conoce su sitio, corrobora la opinión. Desde siempre –siempre: esta fantasía de eternidad– al infierno hay que ir viajando, y superando pruebas, celebrando ritos, sufragando el tributo de una iniciación. Orfeo, Heracles, Teseo, y luego Eneas, Pablo, y cuántos monjes, caballeros, y Dante… fueron, regresaron, recordaron. Experiencia límite del yo, el infierno se frecuenta como perspectiva capaz de atravesar la vocación del ser, midiendo fracasos y talento. Lo veremos: palabra clave es confín, último poste del sentido, donde el instinto se orilla y vislumbra sus espectros. Y ahí, bamboleándose, echa vistazos más allá. El infierno es esta geografía.
El primer viaje al más allá lo relata Homero. En el libro xi de la Odisea, “el barco llegaba al confín del Océano profundo”. Ulises sacrifica unas reses para que “los muertos, cabezas sin brío”, aparezcan. “Del Érebo entonces / se reunieron surgiendo las almas privadas de vida”, sedientas de sangre. La Nekya homérica es una aparición, el héroe llega al confín, cumple el rito y los difuntos van a él. No baja el vivo, suben los muertos, el infierno es el espacio del diálogo entre generaciones. “No pretendas, Ulises preclaro –le dice Aquiles– buscarme consuelos / de la muerte, que yo más querría ser siervo en el campo / de cualquier labrador sin caudal y de corta despensa / que reinar sobre todos los muertos que allá fenecieron”. Es ésta una concepción de la muerte, y de la vida, más heroica que mítica, más pragmática que religiosa. Nos recuerda Curtius, en su gran estudio sobre Literatura europea y Edad Media latina, que los poemas homéricos fueron obras de emigrantes jónicos que habían dejado atrás los huesos de sus antepasados, y que sustituyeron a los cultos de una sociedad sedentaria un ímpetu de afirmación personal y de racionalismo. El infierno es sugestión de este ideal, los héroes se llevan su prestigio al más allá, siguen actuando en los roles de gloria mundana. No hay juicio, ni premio ni castigo. Sólo en la última parte del libro, considerada una interpolación posterior, aparece la idea de tormento y la cuestión de la especie de los muertos: ¿qué es lo que percibe Ulises? “Vi a Heracles el fuerte, mas sólo en su sombra, / ya que él de los dioses al lado se goza en festines”. Él se encuentra con los dioses, en tanto que su simulacro aparece en el Hades. Está inscrita aquí, por primera vez, una escisión entre cuerpo y alma, materia y forma, realidad y figura: ciencia órfica y pitagórica que apunta hacia Platón, al hombre encadenado en la caverna y al infierno penal y correctivo. Servio, hacia el año 400, en su comentario a la Eneida, al glosar sub terras ibit imago (la imagen irá bajo las tierras) anota: “Bien dijo imagen: mucho se han preguntado los filósofos qué es lo que llega al mundo subterráneo. Efectivamente, constamos de tres elementos: el alma, que es superior y busca su origen; el cuerpo, que se consuma en la tierra; la sombra […]. Ahora, si la sombra es creada por el cuerpo, sin duda muere con él, ni existe algún resto del hombre que llegue al mundo subterráneo. Sin embargo concibieron que existe algún simulacro, hecho a imagen de nuestro cuerpo, que llega allá: y es una apariencia corpórea, que no puede tocarse, como el viento”. Si el más allá ha definido rasgos propios –es un lugar subterráneo, los extintos conservan su índole y personalidad, es posible abrir una brecha entre la vida y la muerte y dialogar con ellos– surge el problema de la naturaleza de sus habitantes: ¿almas, cuerpos, o sombras? Cuestión metafísica, resolución moral.

sábado, 21 de noviembre de 2009

Entrevista con el diablo

(Fragmento, Revista K. 8, p.58)
Luis Alberto Ayala Blanco*

Pidió expresamente que nos encontráramos en un discreto café incrustado en un barrio colonial de la ciudad, alejado de la muchedumbre, pero lo suficientemente próximo al hedor humano como para estar a tono. Es difícil imaginar cuál sería la escenografía idónea para entrevistar al Príncipe de este mundo. Lo primero que me vino a la mente fue un lugar apartado y oscuro, donde su presencia no causara estragos, pero en cuanto lo conocí, comprendí que los estragos van un paso adelante de su presencia, él solamente se limita a seguir un camino que está trazado de antemano. Lo primero que me sorprendió fue su aspecto: me encontraba frente a un hombre, no más…, no menos…,simplemente un hombre. Podría decirse que poseía todas las cualidades y ninguna a la vez; era todo y nada a un mismo tiempo. No fue difícil reconocerlo. En cuanto lo vi, me dirigí a la mesa en que estaba sentado y me presenté. Él simplemente sonrió. Me senté y comencé la entrevista:
L. ¿Qué tal su relación con dios?
D. ¿Cuál de todos?
L. Pues…
D. ¡Ja! ¡Ja! Es broma. Bien... Normal... No es fácil. Lidiar con féminas siempre es difícil, pero fascinante.
L. ¡¿Dios es mujer?!
D. ¡Claro! Sólo la mente perversa de un ser femenino pudo concebir la creación. Los hombres somos más güevones y tontos. Nos falta ímpetu. Dios en cambio necesita ocuparse en algo. En realidad yo soy una sombra de dios, su conserje, su administrador, un simple burócrata de la eternidad… Bueno, espero que no. Ojalá algún día acabe este infierno.
L. ¿Acaso usted quiere decir que el diablo…? No entiendo. Y la magnificencia del bien y del mal, ¿dónde queda?
D. En las mentes enfebrecidas de todos ustedes. El mal es producto del aburrimiento divino, pero no es lo que ustedes creen. El mal es dios en sí mismo. Incluso dios no es sino el producto del hastío de lo innombrable, lo irrepresentable, la nada, o como lo quieran llamar. Los dioses son avatares de ese vacío que inexplicablemente se harta de sí mismo y decide hacerse otro, y ese otro es dios, o muchos dioses a la vez…, da igual. Yo mismo soy uno de esos dioses destinados al hastío de existir. En pocas palabras, el diablo y dios son uno mismo. Siempre me ha divertido el candor de los humanos, perdidos en un perenne equívoco.
L. Entonces ¿cuál es la diferencia entre usted y dios?, ¿o debo decir, entre usted y ella?
D. No se me ocurre otra forma de contestarle que con uno de esos tontos conceptos que están de moda: es una simple cuestión de “género”. Trataré de explicarme. Dios es un ser regido por el deseo; yo, en cambio, soy el ejecutor del deseo. Dios no soporta el aburrimiento. Imaginemos una escena donde alguien estuviera en absoluta soledad, ensimismado en su mismidad, pero consciente de sí mismo. Es decir, ¿qué puede ser peor que tener consciencia de sí y a la vez ser nada? Ser nada sería la felicidad absoluta, la divina beatitud, alejada de cualquier sombra de manifestación, en pocas palabras, un estado fuera de cualquier avidez. Pero en el momento en que uno se sabe, en que de alguna forma intuyes que estás ahí, aunque no te percibas, aunque no exista nada que te lo haga saber —recordemos a Prajāpati—, se jodió todo, el deseo aparece, y entonces necesitas algo más que no seas tú, que sacie tu deseo y conjure tu soledad. Me imagino que ya adivinó de qué estoy hablando. No de otra cosa, sino de la esencia femenina.
L. ¿A qué se refiere? ¿A la irrefrenable necesidad de la mujer de pertenecer y estar vinculada a algo, ya sea una pareja, un marido, una causa? Eso también es característico de los hombres.
D. Más o menos… Creo que entendió la idea general, pero se le escapa lo básico. Para decirlo de alguna forma, el origen es femenino, por eso dios es mujer. Todo el poder del cosmos radica en esa capacidad de estar en sí mismo sin desear nada, ni siquiera la propia nada. La gran tentación es salir de ese estado. La tentación se llama “carencia” y el “deseo” es la promesa de saciar esa carencia. Y como toda promesa, es irrealizable. La trampa de la creación es exclusivamente de orden femenino. Es decir, en el propio cuerpo de la mujer se encuentra el enigma: sólo él es capaz concebir, dar a luz. Sólo la mujer posee la decisión de crear o no crear. El hombre no. Nosotros únicamente ponemos la semilla, pero no decidimos nada. Recuerde que esta imagen es una simple analogía que utilizo para explicarme. Lo que quiero decir es que el principio femenino genera al masculino, y no por nada, sino por el único motivo de no poder quedarse quieto, inmune al deseo. Por eso el origen del mal, repito, es la creación. “El pecado original del hombre es haber nacido.” En otras palabras, como afirma Pascal, “toda la desgracia de los hombres viene de una sola cosa, que es el no saber quedarse tranquilos en un cuarto”. Toda la desgracia, en sí, proviene de ese algo femenino que no supo y no sabe quedarse quieto. Dios, ella, busca subsanar esa carencia, y ahí es donde entro yo, el diablo. Su esclavo, su factotum, y, antes que nada, su administrador del tedio existencial.
*LUIS ALBERTO AYALA BLANCO (México) Editor y escritor. Su libro de aforismos 99, saldrá próximamente en Taller Ditoria.

jueves, 19 de noviembre de 2009

Revista K. Número 8.

Ediciones Hypatia pone a la venta el número 8 de la Revista K.
Literatura Arte Pensamiento
... para los días en que nada sucede.



Con textos de Ayala Blanco, Herbert, Lavín Cerda, Leopardi, Magrelli, Marco Perilli, entre otros.


*De venta en Librería Hypatia, Librerías del FCE y Cafebrerías El Péndulo.